El UFO Club (The Willy's Rats)

[...] Con la dolorosa lentitud de los muy colocados, conseguimos organizarnos y estar listos para salir. Era un paseo de unos diez minutos hasta aquel lugar en Tottenham Court Road donde estaba el club, y, por supuesto, con todos los retrasos y el descontrol consiguiente, nos llevó casi veinte hacerlo.

A primera vista todo parecía verdaderamente raro. Un inmenso letrero que rezaba Blarney Club me desorientó bastante hasta que descubrí que, durante el resto de la semana, aquel sitio funcionaba como sala de baile para los inmigrantes irlandeses. Un amplio tramo de escaleras con los últimos vestigios de su opulencia de los años treinta comunicaba la calle con el club del sótano. Al final de las escaleras algunos colgados muy maqueados vendían entradas. Pagamos y pasamos dentro.


En cuanto atravesabas la puerta, la agresión a los sentidos era tan intensa que se sentía casi como algo físico. Había un remolino de luces, tanto directas como proyectadas en las pantallas situadas en varias esquinas de la sala, que flotaban entre un embriagador aroma de incienso. Del sistema de sonido surgían ininterrumpidamente discos de rock intercalados con ruidos aleatorios, retazos inconexos de conversación y música electrónica, dando la impresión de que a John Cage se le había ido la cabeza y ahora regentaba una discoteca. En una pared lejana se proyectaba silenciosamente lo que parecía una película épica de D. W. Griffith ante la atenta mirada de un grupo de colgados sentados; otros, simplemente, se hallaban tumbados por las esquinas o contra las paredes. Algunos bailaban con unos curiosos movimientos saltarines, que me recordaron poderosamente la manera de bailar de los fiesteros durante la moda trad que se extendió por el país por la época en la que entré en la universidad, aunque la mayor parte del público lo que hacía era circular en una procesión constante que contenía a algunas de las personas más raras que había visto nunca.


La movida del flower power comercial apenas había arrancado por entonces y, aunque se veían unos cuantos caftanes típicos y el tipo de ropa de vanguardia de King’s Road que yo vestía, la mayor parte de la gente se había lanzado a vestirse según sus recursos y su originalidad hasta crear todos los efectos posibles de combinar los saldos del ejército con los cacharros de la India y el guardarropa de su abuela. Una chica se me cruzó, enfundada en unos vaqueros y desnuda hasta la cintura, con sus pesados pechos, decorados en entusiastas volutas amateur de pintura al fósforo, reventando de vida fluorescente cada vez que pasaba bajo los tubos de luz negra de las paredes.


Un tipo con barba y el cabello rubio hasta casi la cintura pasó vistiendo una especie de bata del Oriente Medio que, dejando de lado las gafas de sol de espejo, le hacía parecerse a esa imagen de Jesús tan preciada por los románticos victorianos. Más tarde descubrí que se trataba de uno de los principales traficantes de ácido de la época, y que se tomaba muy en serio su religión.


Imagino que si un pliegue temporal hubiera transportado a un hombre del siglo catorce a aquella oscura cueva de luz y sonido, se cumplirían muchas de sus expectativas sobre cómo sería el infierno pero, mientras vagaba entre la extraña multitud, a mí me parecía un paraíso, preñado con las semillas de tantas ideas que comprendí que las cosas que habíamos hablado de hacer difícilmente con la banda arañaban la superficie de lo que era posible realizar.


El punto focal del club era un pequeño escenario, más apropiado para los grupos folclóricos irlandeses que para el rock and roll. Delante del escenario habían puesto una pantalla que, pese a estar proyectando en ella una película underground, no ocultaba lo suficiente el movimiento de un lado a otro de los pipas ni los gruñidos electrónicos de los amplificadores al ser probados. Empezó a circular por el club el rumor de que los Pink Floyd estaban a punto de salir, y el público comenzó a gravitar hacia el escenario, los de delante sentados con las piernas cruzadas y los más alejados de pie, mirando atentamente.


Unos destellos de luz brillaron brevemente detrás de la pantalla, entonces se detuvo la película y, sin ninguna clase de introducción, una mano descorrió la cortina y un asombroso rugido nos golpeó de lleno.


Luces rojas y verdes destellaban con nerviosa velocidad sobre la banda de cuatro miembros, distorsionando y destruyendo sus figuras mientras interpretaban su música única, que parecía haberse llevado a Chuck Berry a un viaje circular por el espacio interplanetario y haberlo traído de vuelta cambiado casi más allá de cualquier reconocimiento posible. El órgano y los acoples de guitarra subían y bajaban igual que el despliegue de una nebulosa en espiral, mientras que el bajo y la batería nos recordaban que esa música todavía arraigaba en el rock and roll, aunque fuera entrelazada con la pulsación de un quásar.


Atrapada bajo las luces, la banda parecía distante, remota, como los siniestros emisarios de un lejano y poderoso imperio galáctico. Estaban tan profundamente inmersos en su historia que, para ser un grupo sin ningún disco y seguidos tan solo por una minoría, resultaban realmente impresionantes. Yo podía ver que su rollo, con toda esa frialdad y austeridad, tenía poco que ver con el de nuestra banda, y también podía ver que algo en su rugido cósmico se nos ajustaba bien y, de alguna manera medio insinuada, podía verme a mí mismo deslizándome sobre él como un Estela Plateada demente, aullando insultos a la civilización del siglo veinte.

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